DUELO

MACU era parte del grupo de iniciación de nuestro taller de teatro municipal en Cuenca. Pertenecía a ese grupo de alumnas apasionadas pero prudentes que se enganchan a las clases y que hacen que sea un placer ser profesor. En uno de nuestros últimos encuentros me abordó en un pasillo para contarme que gracias al teatro había dado algunos pasos importantes en sus aspiraciones personales que, sobre todo, tenían que ver con la poesía. La escuché con una enorme sonrisa y me pidió disculpas por interrumpir mi descanso. Yo le dije que estaba encantado con lo que me contaba y que dejara de pedirme disculpas, que entre tímidos andaba el juego, y que me ponía muy contento con lo que me contaba, que yo también estaba agradecido.

Ella era la delegada de su grupo y me había escrito el 11 de marzo para preguntarme en nombre de sus compañeros si era necesario llevar atrezo para un ejercicio en una próxima clase que nunca se impartió. El 15 de marzo, ya con el Estado de Alarma activo, volvió a mandarme un mensaje para comentarme que había estado en contacto con otra persona diagnosticada de corona, que ella también tenía los síntomas, que se encontraba mal y que, como habíamos estado juntos en clase, tomáramos precauciones. La tranquilicé y le dije que se ocupara de reposar. El 8 de abril me enteré de que había fallecido y recibí la noticia como un impacto seco acompañado de esa agitación desorientada que provoca el zarpazo de una pérdida irremediable. Cuando empecé a salir de mi perplejidad solicité ser incluido en los grupos de WhatsApp de los alumnos, de los que siempre intento mantenerme al margen. De alguna manera tenía la necesidad de estar cerca de las personas que habíamos conocido a MACU, y que merecíamos, al menos, poder decir Lo siento en compañía, unidos por el afecto y el cariño a una compañera.

Yo solía ser una persona que nunca sabía qué decir o qué hacer cuando me enteraba del fallecimiento de alguien cercano a mí o a los que quiero, pero eso cambió cuando tuve mis propios muertos. Ellos me enseñaron la importancia benéfica que tiene compartir el dolor. Una muerte inesperada siempre te coloca en un sitio nuevo y hace diáfano lo único que realmente importa. Decir Lo siento importa. Sentado en el balcón de casa y en privado, la lloré como lloro cada vez que muere una estrella.

Siempre que fallece una estrella me emociono, incluso cuando no la he seguido o no me ha influenciado mucho. Las estrellas trazan pasiones que conectan a muchos seres humanos entre sí y contribuyen como nadie al desarrollo emocional del mundo, y yo siempre lamento su pérdida. La muerte de Macu me hizo aterrizar en una realidad que sólo había visto por el telediario, y no es la única realidad de las noticias que me preocupa y que prefiero que no se instale en la vida cotidiana de la gente.

Hablar de una muerte con nombres y apellidos me produce un enorme respeto y no hay cosa que me produzca más pudor. No suelo hablar de mis muertos a la ligera y no me siento con el derecho de hablar de los muertos de los demás. El dolor y el placer son dos de las sensaciones más íntimas que conozco. Cuando experimento placer o dolor sólo encuentro legítimo compartirlo plenamente con las personas que han experimentado ese placer o ese dolor conmigo, todo lo demás me parece extremadamente inapropiado. El dolor que provoca la muerte de un ser querido es INTIMIDAD, y yo no quiero apropiarme del dolor que ha provocado la muerte de MACU, pero sí que quiero, a través de ella, reconocer el dolor invisible que ha recorrido las calles de un país vacío sin espacio físico para el duelo. Un país y un mundo, por cierto. Hablar de MACU es dar una posibilidad al lamento, no al mío en particular, no al de mis sentimientos, sino al de todos los que no han podido despedirse de sus muertos.

La muerte es un problema de los vivos, y cada cultura tiene una manera de relacionarse con los que se marchan, al margen de las necesidades particulares de sus individuos. Antes del COVID, en una de las últimas sesiones de ensayos de MODELOS INCONSCIENTES, nos encontrábamos Maya Reyes y Clemente García inmersos en una de esas conversaciones espontáneas que siempre preceden al momento de atacar una escena. Maya, además de ser una actriz FABULOSA, es una gran conversadora y compartió con nosotros, en un acto de generosidad y confianza, cómo había vivido la reciente pérdida de un ser querido y cuáles habían sido sus necesidades a la hora de decirle adiós. Los detalles de la experiencia son suyos y no me corresponde a mí desvelarlos, pero su historia trataba sobre cómo decir adiós en un mundo donde existen distintas maneras de enfocar la muerte, y donde los vivos pueden decidir cómo hacerlo. Mis despedidas han sido tan importantes como mis encuentros, y con cada despedida se me ha desvelado una carencia de las que nunca se pueden cubrir del todo, un anhelo que me ha reconstruido de forma diferente y que también ha construido lo que ha sido mi  porvenir sin ti, sin él, sin ella…

He pensado mucho en la historia de Maya a raíz de descubrir cómo la PANDEMIA nos ha dejado sin opciones y sin la posibilidad de decir adiós, y es que el problema ya no era cómo despedirnos sino la imposibilidad de hacerlo. Morir vencido por un virus tiene que ver con el carácter nada civilizado de la naturaleza. Sin embargo, los funerales de nuestros muertos son pura civilización por lo que tienen de construcción cultural. Aunque los rituales sean diferentes dependiendo del lugar en el que has nacido la necesidad de despedir a los muertos es universal, sea cual sea su formato. La crisis del COVID, además de trágica por el elevado número de víctimas, ha sido profundamente perturbadora para los vivos, que no hemos tenido oportunidad de relacionarnos con nuestros muertos en el momento de la despedida, lo que probablemente multiplicará por mucho la cuota de fantasmas que vendrán a perseguirnos. Desaparecieron de repente y tal y como los conocíamos, los velatorios, los funerales y lo más terrible de todo, se evaporó la posibilidad de acompañar a nuestros enfermos durante su agonía y recta final. No se me ocurren precedentes ni pesadilla más atroz.

En la novela Personas como yo de John Irving, hay un capítulo que dejó una profunda huella en mi memoria cuando lo leí. Irving sitúa parte de la acción de su relato en ese Nueva York de los 80 arrasado por otra pandemia, el SIDA. El VIH sigue vigente y en circulación, pero hubo una época en que era fulminante y desconocido en toda su complejidad. La novela describe un escenario donde los enfermos desbordaban literalmente los hospitales mientras atravesaban su recta final hacia la muerte. Los equipos sanitarios habían generado una especie de protocolo interno que pretendía evitar que las madres de los infectados se quedaran a solas con sus hijos porque crecía la tendencia a que esas madres se provocaran un contagio, procurándose así una infección que les permitiera morir como ellos. No he tenido oportunidad de revisar la novela antes de escribir estas líneas, pero la imagen era lo suficientemente poderosa como para no olvidarla. El SIDA tuvo un impacto que fue más allá de la emergencia sanitaria y emocional y estigmatizó a los llamados grupos de riesgo, acentuando la marginación social de los afectados y poniendo en evidencia las carencias humanitarias del sistema. Madonna decía en su Girlie Show que el SIDA era la mayor tragedia del siglo XX.

En los tiempos del SIDA, que son todavía los nuestros, a muchos se les negó el derecho a la despedida de los que habían sido amantes, compañeros o amores de toda una vida y no fue un Estado de Alarma que pretendía velar por la salud pública y las garantías jurídicas el que vetó a tantas personas su derecho a decir adiós. Las leyes permitieron que muchas familias “legales” de esos afectados pudieran decidir quién podía y quién no acompañar a los enfermos en sus agonías. Muchas relaciones profundamente honestas y verdaderas, pero sin-papeles, fueron relegadas a un segundo plano por esas relaciones oficiales representadas por lazos de sangre o parentescos teñidos de vergüenza, prejuicios o hipocresía que no permitieron el acceso a esas habitaciones de hospital a los que querían decirle adiós a una persona amada. Ni que decir tiene que esa estructura social tampoco permitió que patrimonios compartidos durante años pasaran a manos de sus “legítimos” propietarios. Sin embargo, el VIH generó un activismo social y unas redes de solidaridad que transformaron el mundo y dieron visibilidad a todo tipo de injusticias. De alguna forma todo aquel dolor impulsó una vida mejor para generaciones posteriores. Es inquietante como el COVID parece funcionar como un reflejo invertido de aquél: Al ser identificado se han puesto en marcha unos mecanismos de defensa que han buscado la protección de tod@s, y a medida que pasa el tiempo están surgiendo brotes de intolerancia severa en nombre de valores que, sobre todo, representan tolerancia. Y eso sí me parece perverso, y eso sí que es apropiarse del dolor ajeno, y eso sí que pone en peligro la convivencia más esencial, la que ha costado sudor y lágrimas. A veces, mirando el telediario, me da por pensar que se nos está olvidando todo y ahora, más que nunca, conviene recordar.

Continuará.

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